Todas las publicaciones de fernando murillo . Buenos Aires , Argentina

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La Otra Planificación: ¿Es Posible?


Para quienes participan de eventos de participación pública en temas de planificación territorial y obras públicas, la conclusión al diagnóstico de múltiples males es sencillamente la "falta planificación", la cual es repetida en forma remanido, indistintamente de que se trate de proyectos en ciudades ricas o pobres, no importa la geografía o la cultura. No importa que se trate de explicar por qué la gente no accede al agua potable, las cloacas, el déficit habitacional, la reducción de riesgos de desastres, el crecimiento de la contaminación o las causas del cambio climático, siempre la ausencia de la planificación aparece como el gran culpable de todos los males. Para quien estudió planificación urbana y regional en los ´90s, cuando la planificación era denostada igualmente como la culpable prácticamente de todos los males, la ingenuidad en torno a la idea de que de la noche a la mañana el estado pueda resolver los problemas de producción y gestión del hábitat genera como mínimo, inquietud. Es que en verdad, la mayoría de los problemas urbanos no pasan realmente por las virtudes o defectos de la planificación territorial, sino por las verdaderas intenciones de los actores claves que llevan adelante tanto planes como marcos regulatorios. En otras palabras, la ausencia de planes puede no ser producto de ignorancia, sino precisamente resultado de una intención premeditada de evitar que actividades altamente rentables puedan dejar de serlo ante la irrupción de marcos regulatorios que generen mecanismos efectivos de justicia espacial.


Después de muchas idas y vueltas en la Argentina y en América Latina el enamoramiento con la planificación territorial llevó a empoderar su vocación heroica de derrotar la especulación inmobiliaria, la destrucción de los recursos vitales para la vida humana sobre el planeta y con la justicia socio-espacial. Pero una vez decantado el entusiasmo cabe preguntarse si esta forma de planificación es realmente posible. Una planificación que imponga reglas claras al progreso en un contexto de desigualdad creciente. Un sistema justo que establezca actividades, sectores industriales que pueden usufructuar los escasos recursos del planeta ante la falta de consenso entre naciones. Una planificación que, respetuosa del medio ambiente y la idiosincrasia y cultura local, priorice la construcción de infraestructuras verdes y azules por sobre las grises. Una planificación que intervenga en la promoción de los sectores más vulnerables de la sociedad para incluirlos en procesos de integración a la ciudad y a los territorios, a pesar de las mezquindades de los sectores más poderosos.



Estas dos formas de planificación, la noble e idealista que resuelve los problemas con justicia socio-espacial, frente a la otra, tramposa e hipócrita, más vinculada a legitimar los intereses particulares tanto de funcionarios públicos como empresas privadas, muchas veces son confundidas. Y en la confusión los enfoques, teorías y metodologías de ambas tienden a deslegitimarse mutuamente. Por ejemplo, aquellos vecinos que esperaban procesos transparentes y participativos para decidir si un barrio puede albergar edificios en altura, en línea con los postulados internacionales de la "Nueva Agenda Urbana" de densificar la ciudad, y los dictados del sentido común que indican que es mejor verticalizar el desarrollo urbano antes que extenderlo en horizontal al infinito, quedándonos así muy pronto sin planeta, dada la notables huellas de las metrópolis mundiales, cuando efectivamente ocurren suelen sentirse decepcionados porque contrariamente a lo que esperaban, la planificación promovió la construcción en torres en sus barrios. Igualmente es difícil de digerir para un intendente virtuoso que se ocupó seria y profesionalmente de sus vecinos sin vivienda mal alojados en barrios populares, que todos sus esfuerzos para "cazar" fondos de la provincia y la nación para el mejoramiento barrial termine siendo castigado en las urnas por los otros vecinos descontentos con el balance de su gestión. En ambos ejemplos se trata de vecinos y dirigentes bien intencionados: ¿qué podríamos esperar de aquellos que no lo son tanto? o al menos de aquellos que tienen prioridades claramente diferentes al resto de los mortales. Para quienes tienen cierta experiencia en la gestión pública es bastante claro que asfaltar una calle o cortar una cinta de inauguración de una escuela, un centro de salud o una vivienda es mucho más que satisfacer necesidades básicas de la población y que en realidad se trata inevitablemente de una forma muy concreta de obtener votos, legitimando el mandato de la ciudadanía, independientemente del marco ideológico en el que esto ocurra. Para muchos ciudadanos, esta realidad tan obvia pone en tela de juicio la legitimidad de los planes como ordenadores y articuladores de las necesidades y prioridades de la población con su materialización a partir de los recursos materiales y normativos disponibles. En otras palabras, paulatinamente se reemplaza la idea del planeamiento heroico al que hay que defender por el planeamiento coimero al servicio de intereses espurios al que hay que combatir y de ser posible reducir a su mínima expresión.


Ante este estado de situación cabe preguntarse sobre la viabilidad de planificar territorios en los que todos sabemos que existen desigualdades profundas de todo tipo, en los que la precariedad y el deterioro son procesos que se aceleran de día en día y que los factores de cambio climático y crisis del ambiente a nivel planetaria avizora que todo ira peor y que hoy como nunca en el pasado la supervivencia humana depende precisamente de la planificación. Los valores de la democracia nos invitan a pensar en que será la planificación territorial participativa la que permitirá empoderar comunidades haciéndolas de este modo más resilientes o capaces de adaptarse a los grandes cambios que se avecinan, pero la velocidad de los acontecimientos añadido a inquietantes señales de desinterés en dicha construcción de enormes sectores de nuestra sociedad invitan también a pensar en estrategias de aceleración de una conciencia global en torno a la importancia de planificar los recursos naturales para el uso y usufructo de la humanidad en su conjunto y a escala nacional, volver a pensar las fronteras de cada país y la forma de distribuir su territorio soberano entre quienes lo habitan.



Una planificación territorial realista y viable, sin perder su prestigio de promotor del bien pública y ética de impartir justicia requiere ser de conocimiento público. Difícilmente las gentes de ningún país, pueblo o ciudad, cuanto menos de una metrópolis en la que nadie se conoce entre sí y todos desconfían de todos, defiendan y demanden algo que en verdad no conozcan. Por esa razón es que es tan importante popularizar la lógica, enfoques y "modus operandi" de la planificación, no como trofeo de campaña para ganar elecciones, sino como recurso que permita medir la eficiencia y eficacia de las gestiones. Si la gente supiera que esos planes con las que son definidas las normas que les ponen límites a lo que pueden hacer y no hacer en sus territorios o en verdad están al servicio de sus intereses, tales como protegerles y promover su prosperidad, muy distinta sería la historia de nuestras ciudades. No se trata de aprender tecnicismos o formar académicamente mejor a la población, sino que fundamentalmente se trata de un problema de comunicación asertiva que convenza a las comunidades respecto a la visión de lo que se quiere alcanzar. Y en este punto, a pesar de los miles de talleres de visión que se vienen desarrollando en todo el mundo, paradójicamente pocos municipios tienen definidos una visión de su desarrollo territorial explícitamente vinculado al desarrollo socio-económico. Al contrario, la mayoría tiene visiones ideales en lo territorial que nunca se implementan que contrastan fuertemente con ausencia de planes generales ante iniciativas privadas muy concretas de establecimiento de actividades generadoras de grandes rentas a expensa del deterioro social y ambiental del resto de la sociedad. En esta dicotomía puede advertirse nuevamente la racionalidad de personificar a los planes y la planificación como responsables del desacople. Se demanda a la planificación territorial a intervenir en la reproducción de círculos viciosos de pobreza y marginalidad, pero segregándola de decisiones claves del desarrollo económico y social en los territorios.


La cuestión comentada aquí es que la viabilidad de la planificación depende en buena medida de su capacidad de incidir en los modelos de desarrollo social y económico. Y esto no solo implica que tenga una incidencia a nivel nacional, provincial y municipal, sino también a nivel multidisciplinario pues claramente no se trata solo de transformar la dimensión física del territorio sino necesariamente también lo social, lo económico y lo cultural. Es decir que, para que un plan sea viable necesariamente necesita ser multidisciplinario, multiescalar e integral. No solo dice que hay que hacer, sino también donde, cuando y quien debería hacerlo, con que recursos y como se financia en el tiempo. Y una vez resuelto todo eso, debe comunicar en forma sencilla y directa lo que el plan se propone, a quienes representa y la visión que propone del territorio deseado, al menos de deseado por los actores que promueven el plan. El plan nunca debe ser un producto privado o al servicio de individuos o de conglomerado de intereses, sino que debe ser transparente, abierto y atractor de nuevos actores, en un proceso de suma de voluntades no por acuerdos trasnochados y oportunistas, sino por la conveniencia y beneficio de muchos. Los plan deberían ser obligación de confeccionarse y actualizarse en todos los municipios latinoamericanos ya que de ellos dependen en buena medida el impacto de las obras públicas, las calles por las que todos los días circulamos, las escuelas y hospitales a los que acuden nuestros hijos y padres y la protección del ambiente que no podrá gozar nuestra descendencia si no actuamos rápidamente.

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Pandemias como oportunidad de reurbanización global

Por Fernando Murillo

No olvidar, antes del COVID el mundo era desigual e insustentable y se encaminaba a una crisis ambiental sin precedentes. Con un 78% de urbanización en países desarrollados y 51% en vías de desarrollo y un cuarto de la población mundial viviendo en condiciones insalubres, hacinados y sin acceso a agua potable ni saneamiento, según la Agencia Hábitat de las Naciones Unidas, la acelerada contaminación de cursos de agua y aire a nivel mundial, y un tercio delos residuos sólidos generados no tratados, no hay duda que nos encaminábamos a una crisis. La experiencia diaria de enfrentar transportes públicos atestados, servicios de salud pública deficientes e inseguridad resultan argumentos convincentes para cualquiera sobre la necesidad de cambiar.

Sin embargo, tuvo que llegar el COVID-19 para cambiar todo. Tanto, que hasta los más críticos del estado de nuestras ciudades añoran el mundo pre-pandemia como la normalidad a la que hay tratar de regresar. Es lógico, ya que, si a todas las calamidades mencionadas se agrega el suspenso creado por un virus que no reconoce fronteras, ni clases sociales, malignamente pone en evidencia la fragilidad del mundo en que vivíamos sorprendiendo a quienes comienzan a experimentar las vicisitudes que vivían a diario sus prójimos más humildes.

Como siempre ha ocurrido, quienes tienen recursos suficientes se escapan de las ciudades y sus riesgos de contagios y tumultos para pasar la emergencia en entornos más seguros. Quienes no tienen tantos recursos se quedan en sus casas procurando no ser contagiados. Y quienes no tienen recursos, dependen de los estados, la filantropía o algún vecino para obtener el sustento diario y quedarse en sus casas hacinadas, o exponerse saliendo en procura de alimentos e ingresos.

Pero, aunque la situación no es nada alentadora, ciertamente está cargada de oportunidades: Nada menos que corregir errores estructurales del pasado. Es como si esta emergencia diera la chance a la humanidad de cambiar de rumbo y salvarse de un desastre mayor. El modelo de urbanización mundial no era, y no es sustentable ni justo, ni lógico, por la sencilla razón que plantea seguir reproduciendo un consumo irracional de suelos, aguas y energía, recursos esenciales para la supervivencia, distribuyéndolos groseramente en forma desigual. Lotes enormes donde se emplazan mansiones con piscinas rodeadas de casillas precarias donde viven jardineros y empleadas domésticas, hacinados y sin agua potable suele ser la postal global de propaganda inmobiliaria de “ciudades inteligentes” por su uso de tecnología digital para hacer “home office” o sostener sofisticados servicios de seguridad. Ciudades erigidas en el desierto, revolucionan el urbanismo de nuestra época, disimulando que en verdad han sido diseñadas solo para pocos privilegiados y el negocio de desplazar poblaciones en zonas con petróleo, uranio, oro o cuanto mineral perseguido como precioso por la humanidad a lo largo de su historia.

Aunque las agencias internacionales de desarrollo y los propios gobiernos nacionales vienen desplegando esfuerzos meritorios por aliviar las penurias de quienes viven en barrios populares, creando programas de mejoramiento y más recientemente de inclusión socio-urbana, los resultados parecen insuficientes. La evidencia está en que, frente a una pandemia, aunque existen sofisticados sistemas de información geográfica, “big data” y demás recursos tecnológicos, día a día se espera impotentes la llegada del virus a los barrios y produzca el desastre.

Ante esta situación, los gobiernos latinoamericanos parecen haber caído en la falsa dicotomía entre priorizar la “vida o la economía”, como si ambas cosas no fueran parte de lo mismo. La persistencia en el tiempo de la pandemia va a demostrar que ni la militarización de la sociedad, apelando a castigos ejemplares masivos, ni mucho menos ignorar el problema y continuar la marcha de la economía a costa de la muerte evitable de un significativo número de personas constituyen opciones válidas. Las circunstancias históricas imponen una mirada más profunda y transformadora de la realidad. La reurbanización de barrios populares constituye un modelo que se viene realizando por décadas con resultados promisorios. Esto incluye no solo proveer de infraestructuras sanitarias básicas, plantado de árboles y creación de espacios verdes, erradicación de micro basurales, descontaminación de ríos, arroyos y cursos de agua, sino también la identificación y adquisición de predios vacantes e infraestructuras circundantes a los barrios donde relocalizar familias hacinadas protegiéndolas de la riesgosa situación en la que se encuentran, protegiendo sus relaciones sociales y productivas para que sigan operando y manteniendo su sustento. Aunque meritorio, el problema de estas iniciativas es la escala marginal de las intervenciones. En el marco de la necesidad imperiosa de obra pública encarada no solo con recursos fiscales sino privados y de comunidades, las posibilidades de surgir como política anti cíclica para superar la enorme crisis socio-económica que se avecina es de clave. Este tipo de decisiones multiplican las posibilidades de avanzar en un modelo de desarrollo urbano sustentable que integre consumo, movilidad y productividad sustentable.

Los barrios populares de América Latina tienen porcentajes de inmigrantes, internos del propio país o de países limítrofes, que hoy están sufriendo triple discriminación: Como inmigrantes, como residentes de barriadas “informales” y como portadores de virus. El rol de las comunidades de inmigrantes motorizando procesos de reurbanización no debe ser ignorado ya que son quienes toman la iniciativa de resolver el déficit habitacional a través de la auto-construcción que deberían contar con marcos regulatorios que puedan cumplir. Ejercicios participativos de planeamiento de hábitat en la que los vecinos de barrios populares acuerdan pautas de urbanización que puedan cumplir, tal como se viene realizando con metodologías como la “Brújula”[1], desarrollado por la Universidad de Buenos Aires, demuestran que es posible establecer reglas de re-urbanización que funcionen para dinamizar la obra pública y el ahorro de los propios vecinos, creando ciclos virtuosos de inclusión social y desarrollo socio económico.

Puede parecer muy radical, pero la historia demuestra que fueron las guerras, epidemias y grandes calamidades las que cambiaron la práctica del urbanismo y con ello, el modo en que producimos nuestras ciudades. Es hora de capitalizar el sufrimiento de tantas familias que perdieron algunos de sus miembros y el aprendizaje colectivo experimentando la fragilidad de la condición mortal humana para madurar y comprender que es el momento de planes audaces que no solo respondan a la contingencia del momento, sino que sepan ver más allá, y encontrar las soluciones estructurales de organización social y ocupación de territorios apelando a la disponibilidad de ellos en nuestro amplio continente, y a la solidaridad y creatividad demostrada de sus habitantes, descendientes de otras gentes que también escaparan de calamidades en otros sitios a los que siempre veneramos por su lucha por sobrevivir, pero escasamente imitamos.


[1] Para mayor información consultar www.urbanhabitat.com.ar

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